miércoles, 14 de julio de 2010

El olor de la tierra cuando empieza a caer la lluvia

Por aquel entonces todavía íbamos a la playa como grandes amigos. Era ridículo, porque en el fondo ambos nos habíamos amado diez mil veces, en sueños, claro está. No sé en que momento empezó esto de ir a todas partes juntos, es difícil saber. Solo recuerdo que un día ella se plantó sin más delante de mí y, modulando un tanto la voz, dijo que lo mejor era largarnos a la playa, donde unos abuelos, tíos, primos o qué diablos sé yo, alguien de su familia. Dije que sí, que me parecía perfecto, ya que con una mujer así, cualquier cosa a uno le parece perfecto.
En la terminal tardamos un tanto en encontrarnos, había demasiada gente. Compré una botella de vodka (ella dijo que odiaba el ron, sobre todo el rojo), dos cajetillas de cigarrillos y unas latas de cerveza para que sirvieran de aperitivo; luego fuimos al bus, el típico bus que va a la costa, repleto a más no poder, la gente en zapatillas y bermudas, pantalones cortos y corpiños muy monos. Nosotros, nada especial.

Ella ríe junto a mí, sabe muy bien que me gusta, pero hace el juego, quizá espera que la ataque de una buena vez, habla de nimiedades, solo por el placer de hablar, para que yo participe de su juego. Cuando lo hace, abre de forma exagerada la boca para mortificarme, porque sabe que yo no soy tan atrevido como para besarla en un bus. Aunque estando así tan cerca, con el calorcito raro que se forma al estar muy juntos, y ella que ya no habla sino que susurra, y se toma el cabello, se lo mete en la boca, juguetea con sus manos y se aprieta cada vez más a mí, es como para volverse loco. Pero no, lo mejor es sacar a relucir el vodka, esto sí es una gran idea. Ahora estamos bebiendo más apretados todavía, dos chicas del asiento de enfrente nos miran con cierta envidia, imagino que es por el trago. No debe haber ninguna otra razón,. Ella, que cuando se trata de cortesía es la abanderada, las invita a beber sin más, las chicas no pierden tiempo y al instante se instalan junto a nosotros, claro y el escándalo va formándose como si nada, es increíble lo que pueden hacer tres tragos de vodka en las chicas, cuando la noche cae y vas de viaje rumbo al mar. La química funciona a la perfección, ellas y nosotros invitándonos mutuamente a todos lados, como los grandes amigos que siempre hemos sido. Luego ella se fue a sentar junto a una de las chicas. Yo me quedé con la otra, no sé en qué momento empezó a caer la lluvia. Ella se levantó y me llamaba diciendo:

—¿Si lo hueles, si lo hueles, si lo hueles?

—Que tengo que oler —grité.

—¡El olor de la tierra, el olor de la tierra cuando empieza a caer la lluvia!

Es increíble lo que pueden provocar unos tragos de vodka en ella.

Llegamos y fuimos directo al mar, ella fue arrojando sus ropas sobre la arena, yo estaba demasiado sobrio aún para meterme en el agua a esa hora, las otras chicas la siguieron en forma idéntica, recogí sus prendas y me senté arrimado a una palmera con la botella por delante, el resto de la noche se adivinaba muy largo, lo mejor era embriagarse con calma y sentirse parte del lugar.

Cuando salieron, los cuerpos resplandecían con el reflejo de la luna sobre el agua. Difícil decir cual es la más bella. Recogen pedazos de madera y papel para encender una fogata, las veo ir y venir casi jugueteando en la arena. Las tres ríen, deseo que aquello dure para siempre. Ella se acerca hacia donde estoy sentado, saca una toalla y se envuelve, sonríe diciendo que me de prisa, que vaya a compartir el vodka, después ya veremos cómo nos arreglamos los cuatro, enseguida corre llevando dos toallas más. Luego ya estamos sentados alrededor del fuego, las latas de cervezas las han enterrado en la arena junto al mar para que se enfríen, yo he dicho que tengan mucho cuidado con que desaparezcan, porqué entonces si me pondría de un humor terrible. Cuando la botella casi vacía llega nuevamente a mis manos la dejo sobre la arena y voy a buscar las cervezas. Una de las chicas decide acompañarme, al volver todos nos calentamos junto al fuego y bebemos sonrientes, casi sin querer cada uno habla algo de su vida. Clarice, que parece ser la mayor, se extiende charlando:

—Me encanta venir a la playa, el gusto por el mar se me pegó desde cuando empecé a salir con Alan, él tenía una moto de la que no se separaba jamás, algunas veces hasta llegué a pensar que dormía encima. Alan nunca le simpatizó a mi padre, era demasiado rudo para su gusto, teníamos que inventar toda clase de argucias para vernos, de hecho creo que si papá lo hubiera aceptado, todo lo que pasó luego no habría tenido razón de ser. El caso es que yo estaba demasiado atraída por él, como para entender sus cretinas razones. Un día de colegio me escapé con Alan para venir a la playa, hicimos el amor y aquello se convirtió en costumbre, en el colegio empezaron a notar mis ausencias y en mí, el gusto por la velocidad y las altas emociones se desarrollaba con más fuerzas, era difícil resistirme a su encantadora forma de pedirme las cosas. Un día Alan llegó tomado a mi casa y papá lo vio, fue terrible, se gritaron horrores, terminó echándolo a empellones, estuvimos sin vernos como dos semanas, nos encontramos en la fiesta de cumpleaños de mi prima Andrea, en un descuido de mamá escapamos en la moto, fuimos a tomar una copa por ahí, para terminar en un hotel fuera de la ciudad, aquello fue el acabose, cuando entramos, papá salía de una habitación con otra mujer, se armó un escándalo, al final la gente del hotel logró controlar a mi padre, se marchó furioso e insultando a todos. Tenía mucha pena de volver a casa, Alan insistió en acompañarme, para mi sorpresa papá se comportó muy bien, en un rincón charlamos acerca de la situación, acordamos mutuo silencio, nos convenía a los dos.

Todo marchaba de maravillas, el mar y la playa pasaron a ser parte inseparable de mi vida, las fiestas, el trago y toda la juerga del mundo era lo más normal en cada salida, toda esa libertad de golpe alteró completamente mi forma de ser, me sentí atrevida, todo lo hacía con desenfreno, fue mucho para mí, no lo pude controlar y todo estalló. Alan se fue con otra y yo terminé largándome a Europa. Allí estudié fotografía, lo que se ha convertido en mi gran pasión, en realidad creo eso fue lo que me salvó, a través del lente miro la vida con otros ojos, a todo le pongo color y ya no me desespero por vivir deprisa. En una sesión de fotografías conocí a Marlén, con quien comparto muchas, pero muchas cosas.

Marlén miró sonriente a Clarice, y le hizo un guiño de aprobación por todo lo hablado, casi sin querer la tomó de las manos y se besaron.


Me mira cómplice, sonriente. El sol quema todo, incluso las ganas de un beso. Clarice y Marlén se bañan juntas, han cavado en la arena, logrando que el agua se quede estancada lo suficiente, como para lograr un baño termal. A unos metros, cuatro pequeños escarban buscando almejas, un poco más allá, los larveros se han apoderado de un gran sector de la playa, van y vienen con sus baldes y tinajas donde se encuentran sus mujeres, estas han cercado con piolas y estacas el área donde seleccionan las larvas. El viento sopla apacible y las olas casi ni se mueven, entonces nos juntamos y charlamos de nada, por puro placer, ella dibuja con sus pies formas sin definir y luego las borra, se ve bella y yo la siento así.

Fuimos a comer ostras, Marlén consiguió algo de vino y la fiesta fue completa, rematamos con cerveza hasta cuando el sol desapareció, Marlén y Clarice estaban borrachas, decidimos descansar en la playa. La noche llegó muy rápido, y la magia del mar golpeando contra la playa en plena oscuridad, me hizo sentir extraño, no había porque pensar en nada, la vida es tan simple cuando la oscuridad te rodea y tienes tan bella compañía, ¿por qué no amarse?

Ahí, revolcándonos en la arena, apenas tuve tiempo de fijarme en Marlén y Clarice, pero era obvio que se amaban también, sus jadeos fueron creciendo en intensidad, el goce podía escucharse y sentirse, la pasión desbordaba sus cuerpos e inundaba toda la playa, toda la oscuridad, todo el mar, las rocas, las estrellas, cada grano de arena, inundaba todo, me inundó a mí, la abarcó a ella, nos quemó a todos.

Cuando el sol nació, el mar estaba agonizando, las tres están juntas y en sus rostros la felicidad se esconde cómplice, la paz que reflejan parece decir que no van a despertar, que el tiempo no va a pasar por esos lares, y todo quedará intacto. Así es como quiero recordar a la felicidad, deslizándose por la piel de ellas y bailando en cada curva de sus cuerpos, sin que ya nada ni nadie, pueda impedir su danza maravillosa.

En la noche fuimos al pueblo, nos quedamos en un bar llamado “El infiernillo del negro Juan”, si algo tenía de infierno era el calor, el cual era aplacado con cerveza. Era un lugar de construcción mixta, forrado de cemento por fuera y tablones de madera clavados en las paredes de las cuales colgaban redes para pescar, las había de diferentes colores y tamaños, los extremos de la barra estaban repletos de botellas cubiertas de polvo, pero el resto lucía muy limpio y aceitoso. Pedimos tequila, su mirada era quemante y los ojos parecían brillarle mientras rasgaba la madera de la barra con las uñas, de súbito habló:

—Hay cosas que uno nunca podrá entender y que tampoco desea que le expliquen, cosas que te han acompañado toda la vida, que pertenecen a tu interior, pero un día asoman y te escupen la cara, te maltratan la existencia...

—Entiendo lo que quieres decir, no hace falta que expliques nada, esa sensación no me es ajena, yo también me he sentido así.

—¿Seguro que lo entiendes?

—¿Hablas por lo que pasó anoche?

—En parte me refiero a eso, pero también a mi interior, lo que no puedes ver.

—No hay que ver nada, tus ojos hablan, gritan más bien, que deseas correr junto a ellas, no gastes palabras, ve, quizá sea lo mejor, por ahora sólo quiero emborracharme.

Caminó despacio, antes besó mi mejilla, en un rincón las tres ríen tomadas de las manos, luego se abrazan balanceando las sillas; el cantinero llena mi copa y una mujer al otro extremo de la barra me sonríe, apuro el trago y pido otro. Afuera se siente el ruido del mar estremeciendo el mundo.

La mujer no tardó en acercarse, quizá ella piensa que soy interesante, yo no voy a ir contra corriente, esta vez voy a dejarme arrastrar por la marea.

—Hola —dijo la mujer.

—Hola, ¿qué bebes?

—Vodka tonic.

—Un tanto amargo para mi gusto, pero buen trago.

—¿Amargo? Amarga se ve tu cara, hablas sin expresarte.

—Creo que llegó el momento de marcharme, me han herido suficiente esta noche.

—Un corazón herido siempre es peligroso —dijo ella

—Mi corazón está intacto, la que está rasgada es mi alma.

Afuera todo estaba frío, incluso el aire, la mujer tomó mi mano y caminamos hacia la inmensidad del mar.


Un jueves de septiembre nos encontramos en “El Cabo Rojeño”, pude divisarla entre un grupo de gentes que se disputaban su baile, ella danzaba en medio de un cerco de brazos que la perseguían, dando vueltas llegó hasta mi mesa y me arrancó de la silla, el lugar repleto de su violenta descarga musical nos lanzó a bailar con desenfado, nuestros movimientos frenéticos se perdían en la vorágine que se formaba por el estruendo y tanto atropello de ritmos tropicales, chocando nuestros cuerpos, mientras la imaginación volaba hacia playas caribeñas libres de Clarice y Marlén; aunque el refugio de su piel bronceada estaba próximo, se escabullía por entre los ojos de tantos espectadores, deseosos de poseer la dureza de sus caderas, que contorneaba con un atrevimiento que nunca le conocí. No paró de moverse hasta salir intempestivamente a la risa de la noche, para luego arrastrarme hasta un hotelucho de cuartos inmensos y grandes ventanales barrocos, donde desbocados, regalarnos horas infinitas de sexo tremendo, sin límites.

Intenté reinaugurar una charla antigua, pero ella me obsequió el silencio, cautelosamente se apoderó de mi ser, se introdujo hasta en las partes en donde yo había dejado de buscar respuestas a preguntas no hechas. En el viaje que el placer regala no hay espacio para absurdas reflexiones sobre el porque pasan las cosas, el pretender encontrar significados a todo lo que nos sucede corresponde a una mente afiebrada.

Muy entrada la noche un nuevo embate entre sábanas sudadas y el rechinar de la cama, nos condujo al abismo en el que nuestros cuerpos se consumieron, en el dolor de saberse ajena, pero dueña de todo cuanto significo, entendí muy contra mi voluntad que no debía decirse nada. Y nada se dijo.

Tres semanas luego de ese día apareció en Barricaña, era un viernes infernal, una multitud ajena al sitio brincaba sobre el piso de madera, la cerveza era lo único frío, el vaho endrogador que subía de entre los cuerpos calientes, era una incitación al desenfreno total. Ella entró a la pista a llevarse el mundo por delante, todas las miradas se concentraron en su figura, era para asustar, me sentí pequeño. Semi escondido tras un pilar pretendía desaparecer cuando la sonrisa de Marlén invadió mi espacio, sin dejar de sonreír me invitó a salir, subimos a su auto dejando abandonada la demencia del lugar.

Su casa la sentí especial, la noche y el silencio lo habitaban todo. ¿Cómo entender la pasión de una mujer que ama a otra mujer, sentir la piel de otra piel que ama tu piel, el deseo que viene de otro deseo, la plenitud de otro ser que pertenece a otro ser? Solo queda enmudecer y apretar los dientes para no gritar, diluirse en la espiral que todo te da y todo te quita, no pertenecer a uno mismo.

Después sentir las manos de Clarice, su lengua, sus cabellos. La otra parte del espiral enredándose en ti, despojándote del poco ser que aún te queda, estableciéndose en ti, habitándote, saber que no puedes mentirte, tu cuerpo ya indefenso es pasto para la parte media de ese espiral incompleto, esa parte que ahora se zambulle en tu alma, te distorsiona, te abusa, te somete. Esa parte que tu sabes que es ella, con violencia abarca toda la espiral, te consume, los consume a los tres, se adueña del poco mundo que son, del pequeñísimo mundo en que los ha convertido ella, al que los ha arrastrado, a sabiendas de que todos son cómplices, ya sin voluntad.

Luego, el dolor que todo arregla, que todo disfraza. Vagar buscando el desordenado recuerdo de tu nombre en todo mi ser.



La he vuelto a ver, ahora también modela para Clarice, evito encontrarme con algún amigo, ellos generalmente se convierten en jueces, no quiero ser parte de sus burlas, del escarnio, más, sé que eso es imposible, como es imposible escapar de la piel a la cual te perteneces, sus huellas te persiguen a donde vayas, se diluyen en todo lo que existes, su marca está escrita en el fondo de los tiempos.

Las luces de los flashes me devuelven su rostro, nunca ha estado más radiante, la gente se aglomera para tocarla, hablarle, reírle, sentirla. Por entre tantas sombras diviso a Clarice triunfante, en su rostro se puede percibir que la vida le pertenece. Mientras me retiro, el bullicio se dispersa, apenas escucho un leve rumor confundiéndose con la lluvia que empieza a caer. Qué triste que no haya un poco de tierra para sentir su olor. El olor de la tierra cuando empieza a caer la lluvia.

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